Las horas muertas de los escritores son muy vivas

Barcelona, 21 de mayo de 2024:

Juan José Millás, en su prólogo de La metamorfosis de Franz Kafka para Nórdica Libros, relata cómo una vez leída la novela «resulta imposible no interesarse por la mano de la que salió» y se recrea en los rituales de escritorio que tanto nos gustan, como cuando Kafka se ensimismaba en su oficina del Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo, una oficina que reproduciría en la ficción: la habitación que comunica a través de la puerta de doble batiente con el dormitorio donde Gregor Samsa despertará convertido en un monstruoso engendro.

Millás habla también de otro ensimismado, Arthur Conan Doyle, y «las horas muertas que pasaba en su consulta de médico, asomado melancólicamente a la ventana, mientras el láudano le ayudaba a ensimismarse para buscar dentro de sí las obras que aún no había escrito […] Aunque parecía observar los movimientos de la calle, asistía en realidad a un curioso fenómeno», un fenómeno llamado Sherlock Holmes.

«Las horas muertas de los escritores son muy vivas», prosigue Millás. Sí, señor. Tan vivas. Y las horas escritas, tan ansiadas.

Kafka escribió hasta su lecho de muerte. Para él, escribir era «un sueño muy profundo. Como la muerte. Del mismo modo que no se saca ni se puede sacar a un muerto de su sepultura, nadie podrá arrancarme por la noche de mi escritorio»

Las horas muertas no lastran las ansias de viajar, los escritorios de los beletristas son portátiles. Kafka quiso vivir en Madrid, Berlín y Palestina; fracasó en los tres intentos. A Paul Auster le quedó pendiente escribir una versión de su 4321 con cuatro Kafkas en danza. Al final fue una tuberculosis la que le llevó hasta la actual Austria, donde escribiría el sobrecogedor relato Un artista del hambre antes de fallecer hace exactamente cien años atrás.

Barcelona, 23 de mayo de 2024:

El lobo de Charlie Welch viaja desde Filadelfia hasta Barcelona. Qué maravilla de collage. Muchas gracias, querido Charlie. No puedo evitar, jugando al 4321 de Auster, preguntarme qué habría sido de un quinto Kafka en nuestros días. ¿Escribiría, preferiría dibujar, sería un aclamado artista conceptual o un outsider sin otra bandera que la irreverencia?

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